Hace ya unos años que la salud mental dejó de ser considerada un “tabú”, principalmente desde el año 2021 cuando la pandemia por el COVID-19 marcó un punto de quiebre, sacando a la luz la necesidad de hablar sobre la importancia de terapias, reconociendo que la salud mental es igual de importante que la salud física y que no es un sinónimo de debilidad, más bien de “fortaleza y compromiso” Como lo sostiene Delia Azzerboni (2023) “en las instituciones educativas se están generando cambios altamente significativos en enfoques, alternativas, propuestas y estilos relacionales dando lugar a creaciones inéditas e impensadas por los educadores hasta no hace mucho tiempo” (pág. 22), así es que se han desarrollado herramientas y recursos de apoyo para sostener y acompañar la salud mental desde espacios físicos y virtuales, poniendo el énfasis sobre la inclusión de todos los ciudadanos, sin importar su género o clase social. Hablar de salud mental es darle prioridad a las emociones, reconocerlas, ponerles un nombre, sentirlas y desarrollar lo que Goleman define como ‘inteligencia emocional’ a “la capacidad de reconocer los sentimientos propios y ajenos, de motivarlos y de saber manejar nuestras emociones y relaciones. Esta inteligencia se organizaría en torno a cinco capacidades: conocimiento de uno mismo, autorregulación, empatía, administración de las relaciones y automotivación” (Lewin, 2016, pág. 47) No basta sólo con hablar de la salud mental desde una perspectiva psicológica o fisiológica, sino que además debemos enmarcarnos dentro de un enfoque pedagógico y didáctico que nos invite a impulsar “una educación que tenga como objetivo también la transformación social, generando conciencia de las situaciones que no humanizan, empatía y empoderamiento de los que sufren, y procesos comunitarios de cambio social donde todos sean protagonistas” (Acastello, 2020, pág. 25). Abrir las puertas del aula, las puertas de la educación en general para que se empape de los saberes de la salud mental que pueden nutrir a nuestros estudiantes desde una mirada verdaderamente integral y holística, que supere las atenciones unitarias y aisladas. Este enriquecimiento sólo será justo y equitativo si logramos abrir las puertas y hacer partícipes a todos nuestros estudiantes en formación, por esto que desde la interculturalidad buscamos comprender cómo es vivida la salud mental en la comunidad wichí, ya que “no se puede entender una cultura o una identidad indígena sin tener en cuenta la cosmovisión de sus instituciones – como la escuela y los centros de salud- y las disputas al interior de las comunidades y de las organizaciones entre sí” (Díaz y Rodríguez, 2023, pág. 190) Mientras se generan constantes debates sobre la importancia de la salud mental, es importante recalcar que no solo debemos aprender a reconocer las emociones o gestionarlas como dijimos previamente, sino que además debemos detenernos en esos momentos donde no logramos transitar adecuadamente ciertas emociones y nos ‘frustramos’, nos sentimos estancados y nos detenemos en el error cometido por culpa de la frustración. Concientizarnos sobre la frustración que experimentamos nos invita a transformar el error en aprendizaje, como lo afirman Sánchez y Zorzoli (2023) aprovechar las experiencias vividas y “caminar en una pedagogía del error, que tiene que ver con estar atentos a cómo los enfrentan los estudiantes” (pág 230). Desde ésta pedagogía debemos dar herramientas para que cada estudiante practicante o residente desde la experiencia del error sepa “registrar las emociones, cómo se autoperciben frente a los mismos para alejarlos desde la indefensión aprendida que los inmoviliza y aleja de los recorridos que llevan a cultivar la creatividad” (pág. 230). Este pasaje textual nos inquieta, nos saca del eje, nos hace mucho ruido, nos llama a la reflexión, para investigar qué tan capacitados estamos para afrontar la frustración, para aprovecharla como una oportunidad de crecimiento y de formación personal o profesional. El fantasma de la frustración visto desde la salud mental sigue merodeando nuestras realidades, y se manifiesta con más fuerza si nos referimos al colectivo de docentes y estudiantes que transitan la instancia de prácticas pedagógicas y residencias pre-profesionalizantes. Es un fantasma, asusta, paraliza, nos da miedo, es inmediata la relación que se establece entre “frustración y prácticas pedagógica”, casi tan inmediata que hasta nos parece obvia, natural, ¿necesaria? Es por esto que, desde el debate se generaron preguntas disparadoras o generadoras de acción que nos han movilizado en saber ¿cuáles son las emociones experimentadas con mayor frecuencia durante las instancias de prácticas pedagógicas o residencias? Este fantasma de la frustración nos advierte que hay un trabajo de autoevaluación interna que todavía no aprendimos a realizar, y para esto debemos “iniciar por el inicio” (sea necesaria la redundancia) para preguntarnos ¿de qué manera la frustración puede ser un espejo que refleja nuestras fortalezas o debilidades en el proceso de formación docente?